| ¡¡¡ F E L I Z A Ñ O N U E V O !!! |

| E D I T O R I A L |
¡Feliz Año Nuevo, miembros y amigos de La Luciérnaga! Las torrenciales lluvias que desde diciembre han estado saboteando las actividades de los angelinos, no han logrado disuadir a aquellos avezados que, a pesar de los riesgos que acarreaba la travesía, llegaron a Northridge para asistir a la última reunión del año 2010 de la Peña Literaria La Luciérnaga. En ella tuvimos gratas sorpresas, como la aparición de viejos amigos como el artista plástico Leonardo Ibáñez y el colorido festejo de los cumpleaños de Luis Dugna, Elsa Frausto y esta editora, Cecilia Davicco. La finalización de otro año de constante crecimiento, nos deja llenos de orgullo y satisfacción. Durante el 2010 tuvimos visitas inesperadas, participación en eventos culturales locales e internacionales, invitados destacados, presentación de libros, distinciones internacionales, que nos ha dejado la satisfacción de saber que La Luciérnaga es ya una reconocida institución cultural que, día a día, sigue sumando logros y motivando al esparcimiento de la cultura hispana desde el corazón mismo de la lengua shakesperiana. En esta primera edición, de nuestro quinto volumen, presentamos poemas de Isolda Dosamanates, que desde México sigue las actividades de La Luciérnaga Online; de Mark Lipman, quien periódicamente se acerca a nuestras peñas y que actualmente es candidato a senador estatal; y de Oxc Lebrán, poeta salvadoreño que acaba de publicar su último libro. En la sección cuentos aparecen narraciones de Gabriel Lerner, periodista, escritor y editor de Hispanic LA y de Jorge Carrasco López , tercera mención del Concurso Internacional de Poesía y Cuentos de la Luciérnaga Online 2009. También presentamos las tradicionales Máximas y Mínimas del colombiano Rafael Carvajal y un ensayo del argentino Néstor Fantini. Esperamos que todos los proyectos que están en el horizonte de este incipiente 2011, las nuevas caras que se van sumando a la lista de miembros activos, las publicaciones de libros, y el nuevo concurso que se acaba de lanzar, sigan trayéndole a esta querida institución cultural el justo crecimiento y el merecido reconocimiento que se ha sabido ganar gracias al aporte de todos y cada uno de sus integrantes. Cecilia Davicco |
| C U E N T O S |
El árbol de la Vida se encuentra en el camino que serpentea hasta Alei, no lejos de Beirut, y pasa a pocos metros de la estatua de un prócer libanés que unas manos piadosas cubrieron con sábanas blancas y que nos vio ascender armados hasta los dientes. Charcos y calles sinuosas de Alei, balcones altísimos, ojos en cada pared, un café que permanece abierto hasta la medianoche y en donde se comercian informaciones, armas y haschish en bolsitas de un kilo. Carteles del Ayatollah, música israelí melodiosa y melancólica, aunque parezca mentira hasta la coca-cola es nacional; lo del ayatollah es peligroso y a veces los fieles se juntan alrededor del altoparlante del muacín y no dejan de gritar hasta que la guardia se apersona en el lugar con unos cuantos tiros al aire. deteníamos frente a él y ella me transmitía con la voz que tan bien recuerdo las enseñanzas de los primeros hombres del mundo. Como todos los soldados de todas las naciones conquisté el árbol. Mordí su fruto. Aquella misma noche nuestro blindado recibió un balazo desde la oscuridad anónima. El tiro dio en una de las puertas y resonó por dentro como un campanazo de iglesia. Frank Gambell, el sargento, estaba al mando erguido como el mástil de una bandera, sin percatarse de nada, enfundado en una frazada gris como su alma. El conductor se asustó; casi se había dormido y estrelló el semioruga contra la pared de una casa. Hubo muchos ladridos y el grito de una niña que lloraba en árabe pero no divisé nada. Yo estaba en mi lugar de siempre en la parte trasera del blindado, oteando la retaguardia y tratando de atajar el fusil que se me deslizaba al suelo, cuando el impacto me llevó lejos. Frank ahora es una fiera. Desenfunda el revólver. Me ordena: “Fuego en trescientos sesenta grados”, como dicen las órdenes de rutina aunque nos matemos los unos a los otros girando como trompos mortíferos. Tengo que sacudirme, despertarme de una vez y hacer fuego contra aquellas paredes oscuras de donde vi el destello para que Frankestein no se enoje. La cabeza del conductor está inclinada. Frank encantado por la aventura; relucen sus ojos fríos como charco de batracios; no olvides la clase de cómo atacar cuando te sorprenden con una emboscada. Rápido rápido, dice Frank. |
| E L Á R B O L D E L A V I D A Gabriel Lerner |
| O T R O P R E C I O Jorge Carrasco López |
Pero, si estoy buscando un lugar donde apoyarme, trato de amartillar el fusil, no ves que voy jalando con todas mis fuerzas de la palanca, el fusil se atascó, me olvidé adentro un trapo que tenía colocado para evitar que se introdujera polvo y arena y que me lo ensuciara, se me atascó el cargador y ahora no dispara, si se dan cuenta me matan. Frank deja de tirar con el revólver porque los ladridos de los perrostapan el ruido de sus disparos y él quiere oírse; ahora me revienta los tímpanos con la ametralladora punto tres, ojalá que vengan pronto a rescatarnos así Frank se deja de de jugar no quiero ni mirar. En las terrazas alguien grita y yo no me puedo mover. Tengo que desarmar todo el fusil para que sirva, por qué sangra la cabeza del conductor en regueros finitos, no se da cuenta de que se le va la vida por esos hilos y trata de encender el motor. El blindado pega un salto formidable, Frank que no estaba bien apoyado se me cae encima; yo ya había logrado desarmar el fusilen seis y caigo, los intestinos del arma se me escapan de la mano catapultados por el empujón descomunal de Frank, en la oscuridad desaparecen fuera del blindado que comienza a retroceder muy despacio y los destroza como a un escarabajo. El motor del blindado tose y se apaga otra vez. Reina absoluto silencio. Frank queda sin respiración, a lo lejos se oyen gritos, alguien sigue llorando en árabe, un vidrio se rompe y pasos se acercan. Se acercan y la mano de Frankestein como una tenaza en mi mano, aquí están. Llegaron. Manos misteriosas rodean el blindado. Manos transparentes empujan el blindado a un costado del camino. Manos poderosas extraen al conductor de su asiento y lo acuestan amorosamente en una camilla para llevárselo a la negrura de la noche, manos oscuras nos señalan con severidad; y yo estoy desarmado, Frank no logra enderezar la ametralladora y maldice en inglés; los perros callan y la niña que lloraba mira con ojos curiosos el milagro; ellos no hablan y nosotros tenemos las cuerdas vocales tan tirantes que sólo emitimos ronquidos inhumanos. Son los del Árbol. Aquí el enemigo nunca se anuncia. No es explícito. Siempre se envía a través de un emisario, de un mandadero: balas en la oscuridad, alguna granada de mano que cae desde algún lugar ya olvidado, voces que gritan en la red de comunicaciones, un avión que muere en el aire. El enemigo es un dolor adentro que llevamos doblado entre la tarjeta de identidad y el miedo y que nos expulsa del paraíso porque hemos mordido el fruto prohibido. Las manos angélicas , diabólicas, nos rozan, delicadamente, nos cubren. |
A todos les da pena, ahora, cuando la ven así, sola y desconsolada, llorando junto al brasero, con el pañuelo entre las manos, sin hablar. Dicen, con inocente humor negro, que la pobrecita nunca dejó de sufrir, que ahora incluso el desahogo es menor, al verla llorar por un solo ojo, el izquierdo, esa lágrima que resbala hacia el dorso de su mano o hasta el espinazo del gato que duerme en su regazo. El izquierdo, me digo sonriendo con amargura, el que recibió los golpes ese día. El otro ojo, por compensación, lo tiene cubierto con una horrible cicatriz como parche de esparto. Yo pienso que debe de ser difícil desaguar las penas por un solo lado, sin el abrigo de las palabras, sin la mentira que sale del sonido para consolarnos, porque el mundo está hecho de palabras y de mentiras y no es posible encontrar un más corto alivio a nuestros infortunios diarios sin su ayuda, y tenemos el cuerpo que se desahoga por donde puede, con aberturas aquí y allá más o menos deleznables, como una especie de válvulas de palabras y mentiras, empujado por las tormentas del espíritu. Y ahora así esperaba ella. Casi sin lágrimas y sin palabras. Sí, a todos les da pena su aspecto y, porque no saben, extienden su molesta compasión a mi silencio. Y a mi memoria entran de nuevo en tropel los hechos de aquel crepúsculo veraniego de mi infancia. Mientras hablan, yo me alejo en el tiempo y veo a mi padre volver un poco más tarde del trabajo, con el sombrero echado hacia la nuca, a eso de las siete, caminando en la veredita angosta junto a las acacias, fingiendo sobriedad y sensatez. Yo jugaba con Polito haciendo explotar bombas de carburo en la vereda, cerca del taller mecánico de Martínez, ante la mirada recelosa de los vecinos. Metíamos carburo dentro de un tarro de leche Nido, le sacábamos la mecha por el agujero y mojábamos el pan de carburo, a veces con un poco de saliva. Polito, que era un poco miedoso, andaba con un encendedor, que le había sacado al novio de su hermana, hijo del dueño de la única talabartería de Colinas. No se atrevía a meterle fuego al carburo, así que yo era el encargado de pisar el tarro con mi pie y encender la mecha. La tapa saltaba unos cuantos metros tras el estruendo y a nosotros nos daba por lanzar aullidos como indios en una ceremonia desaforada. Recuerdo que ya estaba oscureciendo. Papá apareció por el lado de la esquina de la plaza, un poco menos apresurado que cuando está sobrio. Venía solo, como era su costumbre, con el pañuelo colgando de su bolsillo trasero. Cuando me vio, me ordenó que me fuera a casa, haciendo un gesto ampuloso con su brazo. Siempre hacía lo mismo. No por rigurosidad sino para disimular la confusión y la blandura que el vino adentraba en su sangre. No le hice caso. Siempre le respondía igual. Pero esta vez me ordenó de otra manera, más autoritario, con una decisión impropia de su estado. Le dije a Polito que se llevara el tarro con el poco carburo y olvidé darle el encendedor. Corrí a casa. Abrí la puerta y llegué a la cocina, donde mamá esperaba sentada junto al brasero con el gato ovillado a sus pies. Recuerdo que removió mecánicamente el rescoldo y que en sus piernas se coloreaba un racimo de cabrillas. Recuerdo también que, en un gesto de absurdo pudor, se bajó un poco la falda hasta más abajo de las rodillas. “Ahí viene”, le dije con la impunidad vergonzante de la inocencia. Mamá se puso tensa, sin decirme nada, sintiendo quizás todo el peso del silencio antes de la explosión y la incertidumbre de las cosas en su precario orden. “No te vayas lejos”, me dijo. Siempre me decía así. Papá abrió la puerta de una patada y colgó el sombrero en un foco pintado del perchero (era extraño, pero siempre supo encontrar en la vehemencia esa veta de delicadeza) y mamá se apretujó sobre sí misma y se persignó y sus dos ojos resplandecieron de humedad. “No te vayas lejos”, me repitió despertando al gato con la punta de su ajada botineta. Verla así, en ese absurdo estado de indefensión, sola contra el mundo, esperando ser escarnecida y maltratada por el hombre que amaba o alguna vez amó, me hizo confirmar todo el amor que por ella sentía, un amor austero casi arrimado a la indiferencia, y me hizo saber por qué no podía odiar a mi padre: para mí, y supongo que para todo niño, el amor y el odio son miembros activos, animales que reclaman su agua y alimento todos los días, alineados en mutuo crecimiento de rechazo. La fortaleza en uno siembra debilidad en el otro; la debilidad de ambos crea un ámbito de duda, de dolor, de silencio, apto para inesperados efluvios de torpe dulzura u horrendas desviaciones. Cuando papá comenzó a insultarla yo ya estaba oculto detrás de la barrica de harina. La borrachera lo hacía tambalearse un poco y las palabras le salían atropelladas, mojadas por la saliva, baba casi blanquecina derramada por las comisuras. Nunca supe si las ofensas buscaban apagar culpas que yo ignoraba, o si respondían a una falta anterior a todas las culpas o inocencias y las palabras o razones materializaban una ira sin sustento en la realidad, una ira que buscaba excusas en las ronchas de un amor gastado o en las incomprensiones de una paternidad de proletario. Le decía, como siempre, que estaba cansado de alimentar zánganos, que ella no se ocupaba de él, que se la pasaba en la calle conversando con el verdulero o el afilador de cuchillos. Patrañas así. Al principio mamá le contestaba, herida en su dignidad. Desmentía con lágrimas todo lo que papá le endilgaba. Pero después se fue dando cuenta de que todo era inútil porque la ira del hombre se sostiene en sí misma y nunca puede justificarse. En lugar de entrar en razón, papá se enfurecía más, y pasaba de las palabras a apoyarle el puño en el hombro o a hundirle el dedo índice en una mejilla o a empujarle las palabras muy cerquita de su piel. Últimamente la zamarreaba después de amagar darle un golpe en el rostro. Nunca, doy fe de ello, la golpeaba. Después de las rencillas, mi padre decía que no quería comer y se iba a dormir como un niño malcriado. Era increíble, pero se podía pasar varios días sin alimentarse. Mamá lo seguía, en silencio, llorando. Yo salía de mi escondite y también lo seguía. Mamá le sacaba los pantalones, se sentaba en el borde de la cama y se ponía a tejer. Unas veces las monedas saltaban del pantalón y yo, gateando, esquivando los escupitajos endurecidos en el piso, las recogía de un manotazo; otras veces, tomaba el pantalón y escarbaba en el bolsillo pequeño, donde antaño papá escondía el reloj, con mi índice sucio y le sacaba algunos centavos. Siempre fue así: papá llegando del trabajo o la cantina, profiriendo insultos, mamá sentada en el borde de la cama y yo apropiándome de algunos centavos. Ése era el trato. Secreto, silencioso, implícito. ¿Consentía yo la violencia en contra de mamá y él aprobaba el robo de las monedas con el guiño infame? O quizás fue sólo invento mío, una explicación para desorientar mis culpas y a la vez rebajar las penas con un poco de astucia. No sé. Nunca se saben bien las cosas. Aquella vez, como les dije, papá llegó más nervioso que otras veces. _ ¿Dónde estuviste? Te vieron cerca del paradero. ¡Puta! Mamá cometió el error de responderle: _ Estás mintiendo. De aquí no me moví. _ ¿Me estás tratando de mentiroso? – gritó papá bajando las pobladas cejas y apretando las mandíbulas bajo el duro bigote. _ No digo eso – dijo con desesperación mamá -. Digo que yo no salí de aquí. No tengo amigas. ¿Con quién podría conversar? Papa se acercó y le puso la mano en el cuello. La soltó y siguió insultándola. _ ¡Perra! ¡Puta! |

seguía pateándola con más ímpetu, como si fuera una alimaña que le había inoculado un veneno de rápido efecto. Yo me había quedado en silencio, entreteniéndome con el encendedor de Polito. Lo encendía y apagaba, lo encendía y apagaba para maravillarme con esa lengüita amarillenta. Cuando los ruidos se esfumaron, me asomé por un costado de la barrica, como un soldado cobarde después de la batalla. Mamá estaba tirada junto al brasero. Sangraba de narices y el ojo izquierdo se le había puesto morado. Tenía un mechón de cabello pegoteado de sangre en la mejilla. Lloraba casi en silencio. Me acerqué y le pregunté si se sentía bien. Ella sólo me repetía: no te vayas lejos, hijito. La ayudé a ponerse de pie. Desde el dormitorio papá siguió con los gritos. Pedía que mamá lo fuera a acompañar. Ella avanzó tambaleándose, afirmada en mis hombros. “No te vayas lejos, hijito”, me decía, como si su única defensa o consuelo fuera mi cercanía. Entramos a la habitación. Papá yacía tirado en la cama, todavía vestido. _ Sácame la ropa – repetía -. ¿No sabes que voy a dormir? Mamá se acercó lentamente, arrastrando las botinetas rotas, de chiporro ya pegoteado, aplastadas en el contrafuerte del talón. Con expresión ausente, demorándose una eternidad, puso los pies de mi padre en sus muslos y le desabrochó los zapatos; él movía sus piernas como un niño caprichoso o un animal maniatado momentos antes del degüello. Sacó el pulóver y lo puso doblado en una silla de mimbre; tuvo que reposar su respaldo en la pared para que no se tumbara. Le desabrochó el pantalón y se lo sacó tirándolo de la punta de las perneras. Esta vez cayeron tres monedas de a un peso al piso de madera. Yo, que no dejaba de prender y apagar el encendedor, miré las monedas y no quise alzarlas, como si fuera un felino delicado y satisfecho después de oler y rechazar con elegancia el alimento. Mamá cubrió el cuerpo semidesnudo de papá con una sábana primero y luego con la frazada quemada en una esquina y la colcha multicolor hecha de rombos de lana. Puso los pantalones doblados en una silla, junto a la mesa de luz. Miré otra vez las tres monedas y me acerqué a la silla. Papá tenía los ojos cerrados y rechinaba con furia los dientes. Cerca del lóbulo de la oreja, en la parte baja de la mejilla, su mandíbula sobresalía y se escondía, como un pez que jugara a asomar y esconder levemente la cabeza en el sosiego de una superficie y fuera señal de una profundidad en ebullición. Cuando se quedó inmóvil, pensé que dormía. Mamá, por su parte, seguía sentada, mirando al piso, llorando con sus manos entrelazadas en el regazo y haciendo extrañas, grotescas muecas desoladas en el rostro. Tomé el pantalón y metí la mano en el bolsillo grande, donde alojaba la billetera. La saqué y extraje de ella unos cuantos billetes morados. Ya los contaba cuando de golpe, como una bestia que saliera de una superficie quieta, la mano de mi padre – fuerte, grande, áspera, peluda - emergió de debajo de la cama y apresó mi muñeca. _ Eso no, huacho de mierda – gruñó apretando las mandíbulas-. Suelta eso o te quiebro la mano. ¡Ladrón¡ Yo lo quedé mirando atentamente, sin miedo, sintiendo por la presión que no cesaba un tremendo dolor en todo el brazo. La fuerza de su mirada enturbiada en el fango espeso del desprecio y el dolor inmovilizante ya en todo el lado derecho del torso, el odio indignado lavado por su saliva y apretado por sus mandíbulas, taladraban mi precario orgullo y aplastaban, como una bota a un gusano, el brote incipiente de mi trémulo coraje. Sin un gemido, sin siquiera pestañear, le tiré con la otra mano los billetes en la cama. Me soltó la muñeca sin dejar de intimidarme con la mirada, y un hilo de baba mórbido, deshumanizante cayó de su boca a la sábana. Posó su torso en la cama y cerró los ojos, los billetes entre las manos. Sentí entonces la traición. Él había dejado de cumplir con ese trato silencioso, viril, nacido quizás de una tendencia anterior a toda cultura y limada a lo largo de los siglos por la tradición. Llegaba a casa, insultaba de palabra a mamá y yo cobraba mis monedas como un impuesto asqueroso. Él asentía con un guiño de ojos y todo seguía igual. Pero aquella vez, de las palabras fue al empujón y del empujón a los puñetazos y patadas. Ya les dije, nunca antes la había golpeado. Ahora le había hinchado el ojo izquierdo, fracturado la nariz y roto unas cuantas cosquillas. Eso valía ahora unos billetes. No unas monedas: billetes. Eso era otro precio. Entonces esperé a que papá no abriera los ojos y respirara a intervalos más espaciados. Me agaché para encender una de las frazadas desde el otro extremo. La frazada comenzó a humear y arder y yo le dije a mamá que saliera de allí. Ella no me oía o ya no le importaba oírme. Sólo lloraba. La cosa es que se quedaba sentada mientras las llamas iban envolviendo toda la cama y el ronquido pausado de mi padre no desechaba su ritmo cínico. Entonces, cuando las llamas habían alcanzado su espalda y le quemaban el pelo y parte del rostro y el humo no nos dejaba respirar, decidí tironearla, sacarla a la rastra hasta el pasillo, casi sin fuerzas. Así, empujándola, obligándola a salvarse, tuve la sensación de que mi existencia se volvía un poco más frágil, más inconsistente, tocada por una suerte de deshonra aún desconocida en mi vida. Poco después, cuando logré arrastrar como una bolsa de papas su cuerpo a la vereda y ahogar las llamas que la consumían con una frazada, el fuego devoraba nuestra casa y se estiraba con espantosos alaridos hacia las paredes de la casa vecina. No aguanté más. Entre los alaridos de mi madre y las convulsiones de mis náuseas, sentí que el mundo me daba vueltas, que una tromba de bilis se revolvía en mis vísceras buscando salida. Antes de caerme, me acerqué a la puerta y afirmé mi brazo en la jamba y me puse a vomitar estirando el cogote convulsivamente como los gatos. Ya repuesto, al ver el ímpetu de las llamaradas, el gemir apocalíptico de la devastación, mientras los vecinos se acercaban a atender a mi madre, yo pensé en Polito y en mí y en lo pequeños y tontos que podíamos ser cuando se desconocen algunas cosas, y con lágrimas de debilidad, de terror, de orgullo, me dije: “Qué carajo, esto sí es bueno; mejor, mucho mejor que reventar tarros con carburo”. |

La muerte Algo tan inevitable Algo que cada quien encara De frente Viviendo la vida plena Y a pesar del dolor A pesar del sufrimiento y la desolación Y durante los buenos tiempos Con los momentos que hacen el resto soportable Mienbtras estás derrotado de rodillas Contando tus perdidos granos de arena Tratando de que sea cierto Lo que pudo haber sido Imperturbable en tu búsqueda De vivir el sueño Por lo que ha de venir demasiado rápido no hay tiempo que perder Nunca es demasiado pronto Tenerla de nuevo en tus brazos Y hablarle de amor Nunca sabes si tendrás otra oportunidad Cuándo será muy tarde para regresar los relojes Y comenzar de nuevo Tu última respiración pede ser hoy así que adieu, buen amigo - Adieu Levantemos las copas y bebamos Susurra una palabra amigable a mi oído Mientras respiras en la distancia que nos separa que nos une En un sólo aliento En ese momento vivimos y morimos juntos En ese momento somos uno Traducido por Antonieta Villamil Mark Lipman, escritor, poeta, artista de multime- dia y activista, inició su carrera como bailarín clásico profesional. En 2002 bajo la guía de George Whitman, fue escritor de Shakespeare and Company. Lipman, actual candidato al Senado estatal, es un declarado crítico de la guerra. |
| I Ocaso abanico de sándalo abanico, flor de loto del atardecer, al otro lado el aire juega con tu vaivén. II A la orilla del río camino bajo ocotes, en el sendero cuando llueve sobre el lago, la vigilia: rastros del incendio un rincón el fuego la cantina sólo el recuerdo. Ven, dibújame. III Vértice del fuego y la locura ráfaga de viento espada del infierno brujería torbellino: SHHHH Trinan los pájaros. IV Jardín de las meditaciones, abanico de luces voces trinan alegres un canto al viento murmullos para un poeta cruzan mis labios. V Recuerdos del pincel sobre la tela que se abre: sombra tinta que se detiene en la distancia. Arde el crepúsculo bajo la lluvia. |
| P O E S Í A S |
| PAISAJES SOBRE LA SEDA Isolda Dosamantes |
| POR LO QUE HA DE VENIR Mark Lipman |
| EXTRAÑO MUNDO DEL ANOCHECER Oxc Lebrán |
La sangre corre fresca sobre la hierba y desolado queda el camino tras la lluvia ahora, sólo una gaviota vuela solitaria y triste por el extraño mundo del anochecer y aquellos ojos ya cansados toman de la vida el descanso y se cierran para siempre. |


| E N S A Y O S |
| D E S D E L A S E N T R A Ñ A S D E L A ´G U E R R A S U C I A´ Néstor M. Fantini |
arrodilláramos y rezáramos porque esos iban a ser nuestros últimos momentos. Nos pusieron en camiones y nos condujeron a un aeropuerto y desde allí, encadenados al piso, nos llevaron en un avión de carga al sur de la provincia de Buenos Aires en donde en vez de morir, irónicamente, nuestra situación mejoraría. En la prisión de Sierra Chica, lejos de los centros de detención clandestina del general Menéndez, permitían visitas de familiares. Fue allí que fui entrevistado por un representante de la Cruz Roja Internacional. También descubrí que había sido adoptado como Prisionero de Conciencia por Amnistía Internacional y que un grupo en Austin, Texas, estaba trabajando por mi libertad. Por primera vez sentí que no estaba aislado y rebrotaron mis esperanzas. Pero aún pasarían más de 2 años, incluyendo un traslado a la prisión política de La Plata, antes de que fuera liberado el 14 de julio de 1979. Seis meses después, un decreto presidencial ordenaría mi completa libertad. Sabiendo el riesgo que corría mi vida con el gobierno militar aún en el poder, no perdí tiempo en partir al exilio. En América del Norte, terminé la universidad, me casé, tuve un hijo y por más de 20 años he trabajado como educador. Pero a pesar del tiempo transcurrido, mis días de la ´Guerra Sucia´ nunca me abandonaron. Los gritos de Moukarzel siendo torturado por el teniente Alsina en el patio de la UP1, los ojos de ternura e incertidumbre de Vaca Narvaja mirándome antes de ser sacado de nuestra celda por la patrulla militar, el cuerpo inerte de Raúl “Paco” Bauducco en el suelo del patio de la prisión después de ser ejecutado por un suboficial del ejército, siempre estarán conmigo. En una decisión de proporciones históricas, el tribunal federal, ayer, sentenció a los ex generales Videla y Menéndez a cadena perpetua. La misma pena recibieron otros 14 acusados que incluía a miembros del ejército, policías del siniestro Departamento de Informaciones (D2) y otros agentes civiles que colaboraron con las fuerzas de seguridad. Otros 7 represores fueron sentenciado s a condenas de 6 a 14 años. Siete fueron absueltos. Las condenas de los generales que lideraron el estado terrorista, y la de sus cómplices, no puede rehacer el pasado, no puede cicatrizar las heridas de la tortura, no puede devolvernos los ejecutados, los desaparecidos, no puede reconstruir lo destruido; pero puede devolvernos una sensación de decencia ética de saber que aquellos que usaron los métodos más crueles imaginables para masacrar la libertad política son, y siempre serán, condenados por la historia. (Este artículo fue originalmente publicado en el diario La Opinión de Los Ángeles, California, el 26 de diciembre de 2010. Una versión en inglés apareció en SearchWarp.com). Néstor M. Fantini es editor fundador de La Luciérnaga Online. |

| M Á X I M A S Y M Í N I M A S Rafael Carvajal |
| Rafael Carvajal, colombiano que escribe ingeniosos dichos populares que aparecen en publicaciones como Tiempo Sur e HispanicLA. rafiacv@yahoo.com |
| © La Luciérnaga Online, 2011 |
Resulta irónico pensar que quien fue galardonado con el premio Nóbel de la Paz, no asistió por ser prisionero político a recibir su premio el pasado 10 de diciembre: ¡Día de los Derechos Humanos! A los hijos no hay que decirles que hagan lo que sin embargo no harán. Dicen que los ojos son las ventanas del alma, por eso para limpiarlas, lloramos. Si un hombre mira a una mujer desnudarse, lo acusan de pervertido. Si una mujer mira a un hombre desnudarse, la acusan de indecente. Imbécil es aquel que la noche de Navidad, después del nacimiento, pregunta: ¿qué fue, varón o mujer? --- Tac, tac, tac. --- ¿Quién es? --- La oportunidad. --- ¡Mentira! La oportunidad sólo toca una vez. En materia de celebridades, quienes mueren prematuramente, viven eternamente. La pareja ideal es aquélla en la que él miente sobre su futuro y ella sobre su pasado. Sólo los inmigrantes sabemos lo que se siente estar lejos de la patria en estas fechas, sin poder abrazar a los seres queridos y decirles: ¡Felices Fiestas!...y sobre todo, en nuestro idioma. Hay unos empleados que no hacen lo que se les dice y otros que hacen sólo lo que se les dice. El pecado original es el que más copias ha producido en el mundo. Definición de Bolsa de Valores: Operaciones complicadas sobre transacciones simples. A todos mis lectores les quiero desear un feliz año nuevo, esperando que les traiga paz, amor, salud, prosperidad y más que todo, tolerancia. |
| R E F L E X I O N E S |