Juan

Relativamente joven, de carácter bonachón,  siempre con una sonrisa amable para atender a sus clientes.    Después  de la muerte de
sus padres,  se vio  forzado a vender la casa materna para saldar algunas deudas; con el resto  del  dinero   compró  la finca de la
ochava que daba justo enfrente, donde luego abriría el bar. De esa forma no se alejaba del  barrio ni  del  hogar  que  lo vio nacer,
además, guardaba una “secreta esperanza”.   Poco  a  poco se  fue  acostumbrando  que  al  levantar  la vista desde  su mostrador, sus
ojos tropezaran  con  la propiedad que  fuera orgullo de sus  antiguos dueños; con  sus   largas galerías cubiertas con   enredaderas   
de   jazmines   que   perfumaban  el aire.  De altos ventanales y una escalera de mármol en el   portal  con dos leones.  En el jardín, una
fuente con cantaros y variados rosales.

Doña Julia

Había llegado al barrio a ocupar la antigua propiedad de Juan. Nadie conocía nada de ella. Mujer ermitaña,   pero amable  al saludar
en las escasas ocasiones en que se la podía ver. Tenía una encargada de la que tampoco se conocía nada.   Así que    lo poco que se
sabía de ella,  era  a  través   del  cartero, quien hacía su entrada en el bar por las mañanas, mientras  entregaba   su
correspondencia.        No sucedía nada en el barrio, sin que allí se supiera,  y de cuándo,  y dónde, recibía  correspondencia  doña
Julia.     Se   conjeturaba   que   tenía   un  hijo, y   que  era navegante, porque en los sobres venía impreso  el nombre de un  barco
extranjero y de distintos países. Luego a él,  se lo veía llegar por la gran casona, muy de tanto en tanto.

Nicholas

Hombre taciturno, de  mirada  ausente, como perdida en recuerdos lejanos, usaba una barba un poco espesa,  pero prolija. Regresó
para nunca más partir, unos meses antes   de  que  falleciera la señora Julia. El día en que ella murió, veló su cuerpo a puerta   
cerrada   en  la  misma finca, y al día siguiente, acompañó su cadáver en el coche de una funeraria que pertenec ía  a  otra ciudad,
donde,  seguramente, se  encontraba el sepulcro de la familia. Para ese entonces casi nadie le conocía la cara.  Apareció por el
boliche de Juan cuando, quizás, la soledad comenzó a apretarle el corazón. Ya era clásica su figura en la punta de  la barra cada
mediodía   y   los   que    habitualmente   concurrían   al lugar se fueron acostumbrando a verlo apoyado  en una  esquina del
mostrador.      Cada     vez que   llegaba   pedía   de beber y se quedaba como ausente del jaleo de las  partidas de truco, o  de las
expectativas   de   los   juegos   de   ajedrez.   Nunca   se  retiraba antes de una hora. No hablaba con nadie y los demás  tampoco
buscaban hacerlo, tal vez, por su  augusta presencia.   Tanto era así, que ninguno a la hora  del mediodía ocupaba su sitio.    Una vez,  
sorprendió a Juan diciendo:
“Me  gustaría   compartir  una  copa con usted,  si es que no le incomoda hacerlo con este lobo solitario.  Me llamo Nicholas”,
dijo estirando su mano.     "No soy de muchas palabras, pero como usted ya forma parte de mis hábitos, me complacería  mucho que
aceptara”.     Así que,    desde ese día,   era común que Juan,    entre cliente y cliente, tomara con él el aperitivo con  aceitunas negras. A
Juan le gustó. El tipo le caía bien. Le atraía su peculiaridad. Supo entonces que, sí, era marino, y que era retirado  como primer oficial
de la Marina Mercante.

Juan,    siempre   ávido   de   querer   ver la cara de otros mundos tan ajenos al suyo, mundos soñados tantas   noches en la soledad   
de su cuarto, así que cada día sus conversaciones eran una  sucesión  de preguntas y respuestas, a las que   Nicholas contestaba.     
Le interesaba escucharle contar aquellas historias de sus travesías por el mar, con su voz baja y pausada  y  con la mirada ausente,
quién sabe dónde. A veces se tenía que quedar aguardando a que él regresara de esos intervalos,  y   al hacerlo, con una simple
mueca, se disculpaba.    Así   fue adquiriendo Juan el hábito de tomar el aperitivo  con aceitunas negras,  a lo que agregó unos trocitos
de su queso picante.   Aunque no tocaban temas personales, Juan  no dejaba de sentir su  correspondencia amistosa,   
agradeciendo   en   su   interior aquella plática diaria.  Muchas noches se acumularon y nada cambió por aquel  rincón donde algunas
almas encontraban  su espacio.   Una vez don Nicholas se quedó más de lo acostumbrado y antes de retirarse  le anunció a Juan:

“Pronto saldré de viaje, mi amigo”.

Le hubiera querido preguntar algo, pero no lo hizo. Fueron pasando los días y como no lo volvió a mencionar, Juan lo  olvidó. Una
mañana lo esperó como lo hacía habitualmente, con  los vasos  preparados, el plato con las aceitunas y los quesitos,    pero
no apareció.      Al otro día y al otro, tampoco llegó.  Juan  tomaba solo el aperitivo   porque también se le había   hecho costumbre.
Nadie preguntaba nada y, a veces, se descubrían mirando hacia la esquina del mostrador.   Parecía que de pronto extrañaban  su
presencia. Juan, al recordar que él le había hablado de un viaje, se lo dijo a los demás.

Una tarde entró el cartero diciendo “Tengo noticias, tengo noticias”.    En esos momentos se hizo un gran silencio.      Todos dejaron de
jugar. Rodearon al cartero y esperaron a que Juan abriera un sobre grande que venía dirigido a su nombre.      Adentro venía otro sobre
cerrado donde decía en el dorso y con letras grandes,     “No abrir”, además, traía una llave con una nota   adjunta que comenzaba de
esta manera:

“Querido y entrañable amigo, debí mandar esta nota antes, pero algo me lo impidió.      Perdone que me haya marchado  sin saludar,
pero nunca me gustaron las despedidas. Será  porque siempre me estuve yendo de todos lados. Hoy quiero pedirle que, con esa llave
que dejo en sus manos, vaya hasta mi casa y busque un sobre  marrón que he dejado sobre mi escritorio.      Y,  por favor, lea su
contenido. Recién entonces, abra este nuevo sobre que hoy le envío”. Nicholas.

Lo leyó en voz alta, así que todos se enteraron de ese inusitado pedido.    Juan,  sin esperar  un minuto, tomó  la llave y salió cruzando
la esquina con una fuerte emoción en su corazón y una gran curiosidad por saber lo que  le diría en la otra  carta, de esa manera tan
especial.  Los demás se quedaron mirándolo a través de las ventanas del bar, tan intrigados como él.   Para Juan, no solamente era el
pedido de Nicholas, era volver a entrar a su antiguo hogar, la casa de toda su vida,   donde  compartiera  el amor de sus padres. Amor
que lo retuvo de marcharse lejos del pueblo a vivir una vida diferente, renunciando a todo por  acompañarlos en su vejez. Después de
esos años, volvía a atravesar aquel ancho portón negro y el jardín donde hoy los matorrales,  se atrevían a adueñarse del lugar. Se
detuvo un instante frente a la fuente adonde a él, cuando niño, le gustaba jugar con barquitos de  papel, imaginando que viajaba a
puertos lejanos, llenos de misterios y aventuras formidables. Aventuras que hubiera deseado vivir. Pero quedó anclado en ese lugar,
como sus barquitos de papel.

Camino sobre la parva de hojas secas que se amontonaron por los vientos de esos días y se adentró a  su antigua morada. Más que
mirar, trataba de escuchar las voces y risas proyectadas de otros tiempos.      Se sentía sumergido en el pasado,  en una perpetua
fuente de añoranza.    Los muebles cubiertos.    Las cortinas cerradas.    Todo en perfecto orden. Allí está él, cual intruso, buscando
recuerdos perdidos, fantasmas, olores casi olvidados.   Al entrar a  ese cuarto en busca del sobre, no pudo contener  la agitación de su
corazón.     En el pasado,   ahí mismo estaba su cama, en el mismo sitio que ahora se encontraba el escritorio de Nicholas. Encima
del buró se encontraba una fotografía de la señora Julia, cuando ella aún lucía muy hermosa. Y enseguida,  con el sobre en su poder,
fue a sentarse cerca de la una ventana, desde donde sabía, que tenía una perfecta vista de la ochava.  Abrió el sobre con cuidado y  se
fue perdiendo entre sus líneas, sintiendo en lo profundo la voz de don Nicholas,   con   sus  pausas  tan particulares.  

“Querido   compañero de mis últimos tiempos.   Quien   ha sabido estar a mi lado,   bebiendo, escuchando, respetando  mis
silencios.   Cuando le anuncié  mi viaje, no le dije que,  tal  vez, era una partida sin regreso.   Es  por  eso  que le  debo una  última
historia.   La historia de   un   jovencito que un  día dejó atrás a su familia para  ir a recorrer el mundo.       Anduvo de aquí  para allá
disfrutando de  la vida hasta que, de paso por un pueblito italiano, conoció a una hermosa muchacha, la que luego sería  la única razón
de su vida. No tardaron en  casarse.    Él siguió viajando.  No existía mujer en el mundo que le hiciera olvidar sus ojos  color miel.   
Cuando nació su hijo,   él estaba en alta mar y, por las noches, solía subir a cubierta para ahogar con el rugido del mar  los latidos de
su corazón.    Una vez le pidió a su mujer que lo acompañara con el niño en uno de esos viajes.    Tuvo que insistir para poder quitarle
los temores que a ella le producía navegar en  un barco de ultramar, además de ir contra la negativa familiar.   Pero partieron juntos.
Era muy feliz cada despertar al encontrar a sus dos seres queridos junto a él.   Pensaba que la vida ya no  podría ofrecerle nada
mejor.    Hasta  que   un día, andando por la sala de máquinas, se escuchó una fuerte explosión y   todos  corrieron hacia  arriba,   
hacia  el lugar adonde  se  supuso había sido el estallido.      Las lenguas de fuego salían por el  corredor.       En la desesperación   
por saber  adónde se encontraban  su mujer y su hijo,   se metió en ese infierno cubriéndose con una lona.     Un tripulante  lo  alcanzó  
a   ver y lo siguió con una manguera tratando de abrirle paso con el agua.      Gritando su nombre entró a  su camarote, pero el fuego ya
se había extendido y fue muy tarde para salvarlos. Ella cubría con su cuerpo al pequeño,  pero el  fuego devorador no les dio ninguna
oportunidad y murieron asfixiados. Cayó sobre ellos enloquecido de dolor, abrazando sus menudos cuerpos ardientes. Tuvieron que
sacarlo de allí por la fuerza. Posteriormente, pasó largo tiempo internado en la ciudad de  Oporto, en Portugal, en una clínica de
recuperación.    Al salir de ahí, por huir de sí mismo, sofocaba su lenta agonía en la barra de   algún bar.     Recorría como loco los
elevados puentes a orillas del Duero, viviendo interminables noches de pesadilla.     Noches en las que, al despertar cada mañana, en
un cuarto de cualquier hotel, nada recordaba. Regresó a Italia. Anduvo rondando como un loco la casa  de  la  familia  de  su  esposa,  
sin   atreverse   a tocar   a su puerta.   Hasta que, sin poder soportarlo más, envió una nota diciendo dónde se alojaba. Recibió la visita
de la madre de ella suplicándole que se marchara porque no quería que sus hijos se encontraran con él. Esa noche bebió más que
nunca y anduvo sin rumbo fijo.     Tenía la mente tan confusa al abrir los ojos que lo único que podía recordar era la visita de su suegra.
Había decidido marcharse de la ciudad enseguida y salió a la calle pensando hacia dónde ir. No podía volver con sus padres en esas
condiciones después de tantos años para causarles tanto dolor.  Hubiera querido regresar junto a ellos   y refugiarse en el amor de su
familia, tenía tanta necesidad de ellos,   aunque siempre se mantuvo en contacto, nunca regreso y así, por esas cosas de la vida,
fueron transcurriendo demasiados años.   Estaba tan concentrado en sus cavilaciones que estuvo a punto de    ser arrollado por un
automóvil.    Una bella mujer lo detuvo a tiempo,    sujetándolo por el brazo. Agradeciendo con un leve movimiento de cabeza, hizo el   
intento de continuar andando, pero la dama se dio cuenta de que él no se encontraba  bien, e insistió en que la acompañara a tomar
un café.   Sin poder evitarlo, consintió. Pasaron el resto del día juntos.   Supo que esa hermosa mujer estaba de paseo por Italia.        Le
fue fácil confiar en aquella extraña.   También ella estaba atravesando una etapa de viudez  amarga,    y él,    que llevaba soportando    
tanto infierno acosado por los remordimientos,    dejó hablar a su  corazón.      Algo los unió.        Algo que logró aplacar ambas
heridas.      Y aunque las suyas nunca cicatrizaron, con el correr del tiempo dejaron de sangrar.   Pudo entonces volver a la mar y, cada
vez que el navío tocaba puerto en cualquier lugar del mundo, ahí estaba su extraña amiga, aguardándolo.       Hasta   que    una vez ella
no apareció y    él empezó a sentir su ausencia. Cuando creía que ya nunca volvería a saber de ella, recibe una carta donde le  explica
que había estado muy enferma y no   le  era posible volver a viajar, aunque deseaba seguir teniendo noticias de él.     No le escribió.     
Se presentó ante ella y a   partir de  ese entonces planificaron muchas cosas juntos.      Él le entregó dinero para que     comprara la
propiedad  adonde ella fue a  vivir sus últimos días, e iba a su encuentro cada vez que el barco tocaba tierra.      No dejó de viajar sino,
cuando ella lo necesitó.     A estas alturas, mi amigo Juan, usted ya sabrá quién era ese joven y aquella dama.  Pero, todavía le falta  
conocer las últimas partes de la historia. ¿Recuerda que le dije que mi suegra me visitó una mañana en el hotel de Italia?     
También     esa   madrugada tuve otro encuentro.   Éste fue por los bodegones, cerca del puerto.     Claro, a esto no lo recuerdo.      El
alcohol, que a esa hora nublaba mi cerebro, no me permitió  recordar luego esa noche, las circunstancias que lo rodearon.    Lo supe
después, leyendo un periódico.  Me encontraba yo en otra ciudad junto a aquella mujer esperando mi próximo embarque,   cuando leí
esa noticia que me quitó las pocas fuerzas que me quedaban.   En primera plana, estaba el nombre del hermano de mi esposa
muerta y decía que había sido asesinado en las cercanías del puerto.   Justamente,  por donde yo solía noctambular despedazando  
mi vida.   No podía precisar con exactitud en cuál de los bodegones me había estado emborrachando esa misma noche. Hubo un
testigo que dijo haber visto a mi cuñado atacar primero y, al otro, que en un  intento por  defenderse de su agresor, lo mató en defensa
propia.       Nadie pudo dar más datos sobre los hechos  y la policía iba a continuar investigando. No tuve ninguna duda de que había
sido yo,  a pesar de que no recordaba nada. Me debatí en una gran lucha interior.      No quería entregarme a las autoridades italianas,
ni enfrentar a la familia de mi esposa, pensando en lo que sentirían por mí, aunque nunca ellos abrieron la boca para denunciarme.  Ni
por lo que sentirían mis  padres  y  mi hermano  al saberlo y   creerme   un   asesino.     Me embarqué y    seguí   leyendo algunos
periódicos.
No habían logrado averiguar nada y,   con el tiempo,   fui tranquilizando   mi conciencia   creyendo   que, en realidad, había sido en
defensa propia.     Amigo Juan, algunos de esos periódicos los encontrará en el cajón del escritorio.    Lo que más  me ha pesado
durante  estos últimos años es  la barrera que me ha separado de esa familia y de la mía, y el deber que tenía con ellos.     Ahora  he
llegado a creer que es tiempo de  regresar a Italia. Los tribunales italianos se sentirán felices de resolver un crimen que había
quedado en el olvido, y yo quedaré conforme conmigo mismo y con el recuerdo querido de mi esposa y de mi hijo.        Y ahora, mi
amigo, muy pronto le llegarán noticias donde le daré  a conocer  mi nuevo destino. Un abrazo,  Nicholas”

La    carta terminaba de esa forma. Juan dobló despacio las hojas sin hacer ninguna reflexión.     Se sentía conmovido por la
confianza     que    don Nicholas depositaba en él, y  tuvo apuro por conocer los nuevos acontecimientos en la vida de su amigo.  Y
ahora sí, podía abrir el segundo sobre que le entregara el cartero.

“Amigo Juan.     Agradezco la paciencia que ha tenido, pero guardo mis razones.     Las cosas en Italia no resultaron como yo
pensaba.     Al llegar allí fui directamente a visitar a aquella familia.   Mi intención era disculparme con ellos antes de entregarme a las
autoridades.    Fui bien recibido por esa madre que se la veía muy viejita, seguramente por el dolor. Cuando le dije la intención que    
traía al venir a verlos, me dijo: ¡Pobre hijo mío! ¿Y has pasado todos estos años creyendo   que habías sido tú, quien mató a mi
Mariano?     No. Claro que no. Al poco tiempo un hombre se entregó a la policía haciéndose cargo del crimen.     El pobre infeliz iba
camino a su trabajo, en el puerto, cuando fue víctima de mi pobre Mariano, quien, confundiéndolo contigo, lo atacó.  El hombre
solamente se defendió.      Fue en defensa propia.     Esta familia hace mucho que ya no te  culpa de la desgracia de nuestra hija y
nuestro nieto. Eran tu esposa y tu  hijo. Mucho habrás sufrido tú también”.    

“Como podrás ver    mi querido Juan, he resuelto algunos problemas pero   me queda uno pendiente,   y éste es el que dejo ahora en
tus manos.   Si es que puedes perdonar a tu viejo hermano que un día, siendo muy joven, se marchó de allí en busca de aventuras y
que   jamás, antes de volver a   habitar nuestra vieja casa,   encontró  el coraje para dejarse ver cuando  la nostalgia lo hacía rondar la
hermosa casa perfumada con jazmines y que ahora te pertenece. Te abraza, tu hermano Orlando.”

“Y el barquito de papel elevó sus anclas, partiendo hacia un mundo nuevo”.
Buenos Aires. Iban a ser las cinco de la tarde. Tenía tiempo
para recorrer algunas vidrieras y tratar de alejar de mi mente,
el dolor y la tristeza.  Salí a la calle, pero enseguida los
ánimos para andar me abandonaron y me metí en un bar.
Me quedé observando el claroscuro de su gente, una mezcla
de  bohemios y formales. El lunfardo tan típico de los
porteños, me sacó por un momento de mi abatimiento. –La
Nación, diario.  El grito del canillita se dejó oír por todo el
salón. Le compré  el diario  para entretenerme mientras  
esperaba la hora de partir. Pedí otro café con crema y me
puse a ojear las noticias.
                          II

Los fines de semana, las calles del centro de la ciudad de
Rosario, a las dos o tres de la madrugada, es muy concurrida.
Es un ir y venir de coches; las veredas  se llenan de personas
que a esa hora entran o salen de los cines, de las confiterías,
de los bailables. O por aquellos que acostumbran a reunirse
en grupo en los lugares de siempre. Suben y bajan del cordón
de las angostas veredas entre los bocinazos y las clásicas
puteadas. Un verdadero y hermoso loquero.
Es una ciudad que trasnocha sólo los  viernes y sábados. El
domingo es un día casi desierto y sólo se ven las familias ir
de un lado al otro llevando a sus hijos a los parques,
entretenimientos o la tradicional costumbre de las reuniones
familiares.
El resto de la semana Rosario es una correría desde horas
bien tempranas hasta las siete de la tarde, cuando cierran
casi todos los negocios. A esa hora es imposible querer
tomar un colectivo porque viajan hasta colgados. Sucede lo
mismo al mediodía cuando vuelven a sus hogares a almorzar
y a dormir, al que le gusta, una siestita, para regresar de
nuevo al lugar de trabajo apretados como sardinas.  Y que no
se le ocurra a alguien querer descender  del  vehículo a último
momento,  porque tiene que atropellar con todo para poder
hacerlo, entre gritos y rezongos.  Nunca falta quien, luego de
conseguir bajar, espera a que el ómnibus arranque para
mandar a la mierda, a alguno.  Por la noche las calles vuelven
a quedar vacías y solamente circulan los que acostumbran a
ambular o los que trabajan en lugares nocturnos.
La noche de ese viernes estaba un poco fría  y me quedé
arrinconada en una vidriera aguardando el 54. Eran  las dos y
media de la madrugada y mis amigos se habían quedado en
el ''El Cairo '', el bar donde solíamos reunirnos cada semana.
Como me sentía un poco cansada me despedí  temprano de
mi barra.   
Pasó un auto y se detuvo unos metros más adelante y  bajó
de él un  tipo de apariencia agradable que se  me acercó
preguntándome una que otra cosa como para entrar en
conversación. Se ofreció para llevarme hasta mi casa y,  luego
de hacerme rogar un poco, acepté. Antes de despedirme de
él, me pidió una cita para el día siguiente. No tuve mucho que
pensarlo y accedí.
Esperé contenta la hora de nuestro encuentro. Fuimos a una
confitería bailable y estuvimos bebiendo y charlando de todo
un poco, hasta que salimos a bailar. La música  nos envolvía.
El ambiente, la escasa luz, la suave melodía, parecía que
confabulaban en mi contra, mientras él, jugaba con mis
cabellos y  recorría  mi cuello con sus labios. Confieso que
sus besos apasionados obraron en mí, de manera tal, que
debí poner mucha resistencia para decir “no”, cuando
sutilmente me pidió de acompañarlo al hotel adonde se
estaba hospedando. Me había dicho que no era de allí. Al
despedirnos dijo que deseaba volver a verme cada vez que
regresara a la ciudad, por negocios. Luego de darle mis datos
y el teléfono de una amiga, se fue prometiendo regresar en
veinte días.
Una tarde, al volver de la facultad, encontré a mi amiga
aguardándome, entonces  supe que él  había cumplido con
su palabra.
Así fue el  principio de  mis grandes locuras pasionales.
Regresaba casi todos los meses y como sólo estaba dos
días en Rosario, arreglaba pronto sus asuntos para tener
más tiempo de estar juntos. Yo iba a esperarlo al hotel donde
él  se alojaba. Allí conocí la verdadera pasión. Era muy tierno
conmigo, sabía cómo hacerme sentir bien.  Yo vivía en otro
mundo, embriagada cuando estaba entre sus brazos y aún
seguía extasiada al recordarlo.
Tuve que comenzar a mentir en mi casa y a mis amigos cada
vez que él llegaba a la ciudad y únicamente contaba con la
complicidad de mi amiga intima.
Nunca me dijo si me quería.  Nunca se lo pregunté. El día que
le pedí sus datos me dijo que como él vivía viajando, yo no iba
a tener adónde ubicarlo. Una vez pasaron casi tres meses sin
que tuviera noticias  suyas.  Hasta que una tarde, al llegar a
casa, me llevé la sorpresa de encontrar una carta suya, en la
que se disculpaba porque le era muy difícil viajar y decía  algo
sobre las causas de su silencio. No sé si era sincero,  pero la
alegría que me produjo saber que me quería ver, no me
importaron esas razones.
Me pedía que viajara a la Capital porque era la única manera
de poder estar juntos. Tuve que pedirle ayuda a mi amiga
para poder decirle a mis padres que iríamos al campo ese fin
de semana, a la casa de sus abuelos.
Llegué a Retiro  en el  tren de las once como él me dijera en
su carta. Los andenes  estaban llenos de gente. Lo busqué
entre la muchedumbre y no aparecía por ningún lado. Poco a
poco se fueron desocupando las plataformas y yo permanecía
inmóvil sin querer  moverme del lugar,  por temor a que él  no
me encontrara.  Me senté en un banco para esperar; sólo
llevaba mi cartera y un bolso de mano con algunas cosas
necesarias. Cada tanto llegaban los trenes locales y se
aglomeraban las personas que subían y bajaban corriendo, y
enseguida volvía todo a despejarse.
A las dos horas había perdido todas las esperanzas, mejor
dicho a la hora, pero mi loco corazón  me daba una que otra
excusa para continuar allí.
Salí del andén y recorrí la inmensa sala de espera, con la
estúpida idea de hallarlo.  Sin tener más pretextos,  a las tres
de la madrugada, busque un taxi y le pedí que me llevara a un
hotel cercano.
Por la mañana, a pesar de mi fracaso, salí a dar unas vueltas
y anduve caminando por Florida, Corrientes y 9 de Julio. Para
calmar la ansiedad,  fui al Palacio de las Papas Fritas y me
comí una milanesa a caballo.
Luego me metí en un cine y vi una película Polaca, Los
Zingaros también van al cielo,  de Andrez Wazda. Después
volví al hotel, para  pagar la habitación y recoger mi bolso.
Aún tenía que hacer tiempo para tomar el tren de regreso.
Faltaban dos horas para las siete, hora en que saldría el tren
para Rosario. Caminé un rato hasta que me metí en un bar y
pedí un café con crema.

                    III

El tren comenzó su marcha lentamente primero y al levantar la
velocidad me balanceaba de un lado al otro, mientras yo me
secaba las lágrimas que hasta ese momento había tratado
de contener.
Sentada  de espaldas a la dirección hacia la que iba el tren,
podía ver  cómo se perdían a lo lejos los edificios de esa gran
urbe.
El tren seguía rodando sobre sus rieles mientras mi corazón
dejaba escapar las lágrimas que habían estado anudadas en
mi garganta hasta esos momentos.  Busqué en mi bolso un
pañuelo y al ver de nuevo el periódico leí de nuevo esa noticia.

FUE DESCUBIERTO UN GRUPO QUE VENÍA
COMETIENDO DESFALCOS EN UN BANCO
DE ESTA CAPITAL Y EN ALGUNAS SUCURSALES
DEL PAÍS

Más abajo estaban las fotografías de los detenidos y en una
de ellas estaba aquel que tanto despertara en mi vida. A su
lado, la esposa secándose los ojos con un niño pequeño en
los brazos, en el momento que fueron a detenerlo a su
domicilio.
Mis lágrimas cayeron sobre aquella foto. Me di vuelta y apoyé
mi rostro contra el vidrio de la ventanilla del tren con la mirada
vagando en la oscuridad de la noche. El tren dejaba oír su
silbato mientras corría llevándome de vuelta a casa.
Un encuentro de poesía, narraciones, arte y música
Un encuentro de poesía, narraciones, arte y música
Un encuentro de poesía, narraciones, arte y música
NORMA VILLANUEVA es una cuentista argentina
que reside en Los Angeles. Participó del Taller
Hispanoamericano de Cultura conducido por la
escritora Alicia Kozameh.  Algunas de sus
narraciones  fueron publicadas en El monóculo, en
La hoja  y en Mirando hacia el sur.
EL FINAL
LA SECRETA ESPERANZA DE JUAN
Levantó el rostro perdiendo su mirada en el jardín que podía ver desde su sillón. Al instante se levantó y fue hacia la ventana y asomándose, se
quedó percibiendo la fragancia de las flores, luego, con un aire
perezoso, subió con ambas manos sus cabellos pensando: “Es una tarde hermosa para quedarme encerrada en la oficina. Ideal para ir a comprar
las cosas que me están haciendo falta y también un
vestido que me pondré esta noche para cenar con Alberto”.

Hacía tiempo que no comían juntos, sobre todo solos, porque siempre los acompañaba algún amigo, un poco era por los horarios y otro, porque
aprovechaban para reunirse cada vez que estaban libres.

Al principio le molestaba que Alberto tuviera la costumbre de estar rodeado de gente en todas las ocasiones que se le presentaban, pero se fue
acostumbrando y hasta empezó a disfrutarlo. Esta vez iba a cambiar la rutina. Volvería a la casa para preparar una cena íntima. Con nuevo ánimo
salió de la tienda llevándose por delante a una persona que pasaba.

-Disculpe -le dijo amable, pero de súbito lo reconoció y quedó confusa, sin saber qué decir. Él también, la quedo miró asombrado. -¡Pero si eres tú,
Laura!

Una gran emoción la embargó. Habían pasado algunos años y ahora estaban otra vez, frente a frente.
No pudo, ni quiso negarse a tomar un café con él. Al cruzar la calle la tomó del brazo y entraron juntos al bar. Se sentaron cerca de una ventana. Se
miraron primero, en silencio, sin poder hablar, y cuando lo
hicieron fue a un mismo tiempo. Entonces él, sonriendo, la tomó de las manos.

-¿Que ha sido de tu vida, Laura?

Laura, aún muda por la sorpresa, miró sus manos entre las de él y una infinita ternura renació en su corazón. Le comentó que estaba casada, que
no había tenido hijos, y que se había recibido de contadora.

-¿Recuerdas?, era lo que yo estudiaba entonces.
-¿Cómo no voy a recordarlo?

Luego de contarle él, que se estaba divorciando y algunas cosas de su vida, quiso saber por qué ella no había ido a la cita que habían acordado en
el último encuentro.

-¿Sabes? Esperé ansioso tu llegada aquella tarde. Llovía y estuve largas horas aguardándote, ilusionado. Estaba tan enamorado de vos que me
costó convencerme de que no te volvería a ver. Casi me vuelvo
loco cuando comprendí que no tenía dónde buscarte. Ni siquiera conocíamos bien nuestros nombres. Sólo sabía que te llamabas Laura.  Laura lo
escuchaba atentamente. Sus miradas estaban unidas por las
mismas emociones.

-Yo también estaba enamorada de vos, Fernando. Pero en la madrugada de ese día, falleció mi papá, y a pesar de eso, lamenté no poder ir a verte.
Sufrí mucho. No tenía forma de encontrarte. Jamás
pensamos en un desencuentro. -Cómo ha pasado el tiempo, -dijo él, moviendo la cabeza- y aún hoy,
siento lo mismo. Creo que por tu recuerdo nunca pude ser feliz en mi matrimonio.

Ella por vez primera lamentaba estar casada. Aunque se fue acostumbrado a su pareja, no era lo que había esperado, y ahora, al estar frente a
Fernando comprendía su fracaso. Alberto fue cariñoso los
primeros meses, luego su comportamiento se volvió casi indiferente y ella, resignada, fue regresando a su hogar cada vez más tarde. Ahora, al
sentir esa felicidad dentro de su alma, tuvo miedo. Por eso, volviendo
a la realidad, se despidió de él.

-Insisto en que volvamos a vernos, dijo él, pero ella no quiso escucharlo
y salió casi corriendo del lugar.

Toda la alegría del momento se fue convirtiendo en lágrimas. En esos instantes no hubiera podido ir para su casa y regresó a su oficina. Buscó una
caja en la que guardaba algunas cosas personales y sacó
aquella foto que él le había dado. Ahora comprendía por qué, nunca la pudo desechar de entre sus recuerdos.

Decidió marcharse enseguida a su casa para continuar con sus planes. Aún era temprano y tendría la ocasión de charlar con Alberto. Pero, al hallar
estacionado el auto de Jorge en la puerta de su vivienda, pensó con resignación -adiós intimidad.

Al no encontrarlos en la sala supuso que estarían en el estudio, y entró en la cocina para ver si Delia, la empleada, ya se había retirado. Dos
pocillos de café aún humeantes estaban sobre la mesada. Estuvo a
punto de llevárselos, pero prefirió subir a su cuarto. Cuando encendió la luz se quedó paralizada contra el marco de la puerta. La escena que se
manifestaba ante sus ojos no la dejó articular palabras. Siguió con espanto lo que sucedía. Alberto se levantó torpemente de la cama sin decir
nada, mientras Jorge, apurado, se
calzaba los pantalones que estaban tirados en el suelo. Un gran silencio fue todo lo que hubo. Jorge, con la camisa en la mano pasó junto a ella y
se detuvo a su lado como queriendo decir algo, pero sólo le puso su mano en el hombro, y se marchó. Ella seguía pegada contra la puerta,
mientras Alberto se abrochaba la
camisa para sentarse luego en la cama y, doblándose sobre sí mismo, ocultó el rostro entre sus manos diciendo:

-Perdóname, no quería que lo supieras, y menos de esta manera... Me siento muy avergonzado, pero es mi realidad.
Sin saber cómo, se escuchó decir:
-¿Con quién estuve casada todo este tiempo?
Se alejó rápidamente de allí y tomando el bolso que había dejado en la sala se largó a la calle. Corrió varias cuadras sin darse cuenta de
hacia dónde iba y sin reflexionar sobre qué era lo que quería hacer. Detuvo un taxi y le pidió al chofer que la llevara a la misma cafetería que
había estado momentos antes con Fernando, con la idea de encontrarlo todavía en ese lugar. Como si pudiera hacer retroceder las agujas del
reloj. No estaba, por supuesto. Se sentó en la misma mesa. Se hubiera quedado allí para siempre. Después, permaneció mirando el reflejar
negruzco que dejaba la pálida luz de la calle sobre los adoquines por la suave y persistente llovizna que había comenzado a caer, mientras el
gentío iba y venía transitando de un lado a otro.
LAURA

Más allá del dolor
sondeando en las profundidades
sumido en lo intolerable
y sus temidos pozos de desolación.
Más allá.
Más allá de mí mismo
soltarme
rendirme
contactarme.
Fragmentados cristales
de mis sitios internos
temores presentes
dudas contenidas.
Más allá de mis zonas prohibidas
de mi naturaleza subyacente
de la continuidad de mi conciencia
del balbuceo ecuánime.
Más allá, más allá.
Más allá del gemido de agonía
Permitir que el duele se exprese
soportar lo insoportable
sumergirse en el silencio
confiar en el dolor
en la pena indecible
en la tristeza innominada
de raíces subterráneas
invulnerables
a los vientos cambiantes
del espacio y el tiempo.
Astillas de la mente
fantasías
recuerdos
persona ausente.
Vinculados todavía
de acuerdo a sus formas
se comprende
.......se comprende.
Detrás del espejo
de este suelo presente
reflejos de un sueño
que no vuelve
.........que no vuelve.
MAS ALLÁ
mía aventurarme por callesdesconocidas! Encima de empapada, estaba toda pastosa por el revuelco. ¡Esa vetusta manía de mi adolescencia!
Cada vez que se largaba a llover, le preguntaba a mi madre si quería que le fuera a comprar algo, ella siempre respondía con rezongos
diciendo que yo era loca, porque en un día normal, tenía que obligarme para que le fuera a hacer los mandados. La lluvia siempre fue algo
especial para mí, desde aquellos primeros años. Pensando en todo eso llegué a la siguiente esquina buscando una avenida para buscar un
taxi o, algún bus que me sacara de aquel lugar. Pero la siguiente calle era igual de solitaria. Ya la noche me estaba cayendo encima.
Caminaba mirando para todos lados hasta que vi que en realidad, alguien me venía rondando. Como no tenía elección, me detuve y esperé
dispuesta a enfrentarlo, y cuando lo tuve frente a mí  ¡Vaya sorpresa!  Se trataba de un jovencito. Al verlo se me fue un poco el recelo y como me
sentía más  confiada, le pregunté si me venía persiguiendo con intención de asaltarme; él muy tranquilo y sin inmutarse, respondió que yo
estaba chiflada, pero luego de tanto insistirle para que me dijera la verdad,  desfachatadamente lo aceptó, sin embargo dijo que en realidad,
alguien se lo había pedido a cambio de dinero. Me quedé boquiabierta porque no entendía que razones tendría alguien, para hacer algo así.
Me indigné y le exigí  que me dijera dónde estaba esa persona, “viene más atrás en su auto”        -me dijo- y yo apurada me di vuelta para mirar
pero al hacerlo, él se abalanzó sobre mí y de un tirón me arrancó la  cartera sin darme tiempo siquiera a intentar sujetarla y se fue corriendo.
Permanecí como una gansa, tratando de adivinar hacia donde escapaba el carterista pero no lo distinguí, porque la opacidad de la noche ya
era dueña de las calles. Enseguida, la luz de los faros un automóvil que se cercaba, me hizo suponer que sería el cómplice del delincuente.
Irreflexivamente y guiada por la poca claridad que me brindaba el auto, fui a pararme casi en medio de la calle para obligarlo a detenerse.  
“¿Qué hace? ¿Está loca?”-me gritó el individuo sacando la cabeza por la ventanilla, al cual no pude distinguir  muy bien, porque me
encandilaban las luces.  “Más loco estará usted que me viene siguiendo” –vociferé yo.  “Yo no la estoy siguiendo” –alegó a su vez, él.  

Yo seguía parada delante de su automóvil no importándome si arrancaba y me pasaba por encima. Entonces, el sujeto enojado se bajo del
coche y yo, mas asustada aún, continuaba gritando. En realidad no sé porque lo hacía, si por ahí sólo había galpones cerrados. Nadie para
que me oyera. Para que acudiera a mi auxilio. Pero seguí con mi desaforado intento de espantarlo. “No se me acerque, ya no me queda nada
para que me roben” -y pensando en los anillos que aún me quedaban y escondí las manos. “Usted es una demente. ¿De qué clínica ha
escapado?”  -me decía él mientras llegaba a mi lado.

En esa lobreguez, la arboleda con sus largas ramas cayendo lánguidas hacia el suelo, convertía una atmósfera aterradora ante mis ojos
desorbitados. Las luces del automóvil que enfocaban su rostro desde abajo, me ofrecía una imagen que me causaba un enorme espanto. Era
como si la noche misma tramara maniobras  escalofriantes para matarme de un infarto, o para que yo fuera a terminar bajo las garras de un
violento y desalmado delincuente. El, muy ajeno a mis especulaciones, preguntó.  “¿Me podría explicar porque me acusa de seguirla? Al
decirlo estaba casi junto a mi nariz. Yo, que estaba viviendo los  momentos más alarmantes de toda mi vida, e intimidada por su altura,
respondí con voz apenas oíble.  “Me lo dijo el muchachito, al que usted le pagó para que me siguiera y me robara la cartera” -Me echó un
vistazo como si yo de verdad, estuviera loca. Mientras me observaba, se acariciaba la barba, como meditando sobre mi estado mental. Se pasó
luego  la mano por el pelo, bueno, pelos no tenía tantos, era medio pelado. Entretanto yo seguía sus movimientos y cada suspiro que él daba
para que no me tomara desprevenida.  “¿Y usted le creyó a un ladroncito de cuarta? ¿No se da cuenta que es peligroso andar caminado por
aquí a estas horas, y acusando las personas de asaltante y no sé de qué más?” En aquellos momentos me dio impresión de que decía la
verdad.  “¿Y dónde se dirige?” -me preguntó, y yo apurada y un poco más tranquila, le dije que iba en busca de  un taxi o un autobús. En ese
instante recordé que no tenía ni un céntimo. “No va a encontrar nada por estos lugares. Permítame acercarla a donde se encuentre usted más
segura” –muy amablemente se ofreció y yo sin saber qué hacer en esos momentos, sabiendo que si no aceptaba su ayuda, me quedaría allí,
varada y sin saber hacia dónde ir, me apuré a contestar que aceptaba.

Abrió la puerta del coche y yo subí. El conducía serio. Yo pensaba en mis documentos, las llaves, tarjetas, dinero, todo lo que se había llevado
el ladrón. Lo mire de soslayo. No estaba mal el caballero. Mientras yo repasaba los sucesos, él me hacía preguntas que yo respondía a
medias. Él era contador y terminaba de entregar un trabajo. Cuando llegamos a una avenida donde había negocios muy iluminados, Ignacio,
ese era su nombre, me invito a tomar un café. Como en realidad, no tenía nada mejor que hacer. Acepte.      
         
Dos horas después empalmada nuevamente con el mundo real, no recordaba las penurias de ese día. De que todo me era indiferente. De
que la vida era tediosa.  De que el mundo era un asco. De querer saborear un cigarrillo y exhalar su humo gris en un día igualmente gris. De
que los hombres eran necios, hipócritas, falsos. Sobre todo uno. Mi esposo, al que pocas horas antes me había pedido el divorcio sin darme a
conocer las razones. ¿Razones? ¿A quién le importaban ahora, esas razones?                                                                                 
Por ahora, solo podía pensar en ese humeante café con crema, que prometía un sabor diferente.
    Apenas comenzaba a oscurecer. El tiempo había transcurrido sin siquiera advertirlo. Una llovizna me
mojaba la cara sin importarme que se me corriera el maquillaje. Solamente quería caminar. Caminar por
esa vereda, fría, húmeda. Desconocida. Mirar indiferente a alguna que otra persona que me cruzaba al
paso.
Ajena al ruido de algunos coches,… sólo algunos,… por esas calles casi no los había. ¡Que me incumbía el
tráfico! Ese día, poco me importaba todo. Doble en una esquina. Era una calle espesa de árboles, de casas
con pocas luces. Seguí andando. En aquellos momentos hubiera querido encender un cigarrillo, uguetearlo
entre mis dedos como en los viejos tiempos. ¡Qué tontería haber dejado de fumar! No fue por la salud.  
¡No!  Lo deje porque decían que el cigarrillo avejentaba, “que precoces arrugas vendrían engalanar mi
frente”, “que mi pellejo se tornaría de color amarillento”  ¡Qué asco!  Eso tuvo más poder que cualquier
amenaza de unos ataques de asma. Mi viejo problema. Y ahora, soñaba con un pitillo entre mis dedos. Y
aspirar. Aspirar profundo. Ver salir el humo, lento, muy y lento por mis fosas nasales. ¡Pero no, ya no
fumaba! Contribuía al cuidado del medio ambiente y por supuesto, al de mis pulmones. De pronto, un perro
comenzó a ladrar y del susto me fui para atrás cayendo sobre el césped mojado. El animal ladraba como
perro loco, aunque yo no corría riesgo alguno porque se encontraba dentro de la propiedad y la cerca era
alta. Me levanté rápido y me sacudí la ropa. “El bello mastín” dejó de aullar cuando un hombre salió de la
casa para preguntarme si me encontraba bien. Respondí que sí, y seguí andando. A la siguiente cuadra
volví la cabeza. Creí ver una figura ocultarse detrás de un árbol a escasos metros de donde yo me
encontraba. Camine. No sabía si cruzar la calle. El temor había comenzado a rondarme por la cabeza. No
había sido muy prudente deambular por un camino sin saber hacia dónde me conduciría. ¡Vaya locura la
UN DIA MUY PARTICULAR